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domingo, 17 de noviembre de 2013

El Aneto

En la segunda semana de octubre del 2004, volví a subir a su cima. Para mí fue una prueba de superación. Hacía trece meses que había sido vuelto a la vida gracias a un trasplante, y era un reto para mí. Puedo decir que fue absolutamente satisfactorio. Estoy seguro que me sobraron fuerzas, gracias a que me acompañó la amiga que me regaló la vida con su donación.
Cuando uno llega a la cima, le vienen recuerdos de leyendas y parece que las está presenciando. Es bonito recorrer Aragón y pararse en cualquier punto, cuando conoces la historia y tradición de esa piedra o paisaje que presencias.
Recordé lo que me contaba un abuelico montañés:
De los montes de Aragón
el más alto es el Turbón.
-Calle, calle, dijo ella:
que más alto es el Cotiella.
-Mentís, metís los dos,
más altos son Tres Sorors.
-Haya silencio completo,
el más alto es el Aneto.
No asistió Monte Perdido
por que se dio por vencido.
Queda, pues, clara la supremacía del Aneto.
Si todo lo misterioso e impenetrable ha dado siempre que hablar a la imaginación popular para adornarlo con leyendas extraordinarias, es lógico que el macizo de la Maladeta, inexplorado durante siglos y siglos, se haya visto envuelto en las brumas de lo legendario y misterioso.
La leyenda primitiva se hunde en la época medieval para contarnos que hace muchísimos años aquellas moles inmensas de hielos que inundan con sus glaciares todas las pendientes y laderas, fueron riquísimos pastos poblados de maravillosas cabañas.
 
Y cuentan que un día apareció por aquellos pastizales un mendigo hambriento y aterido de frío, que solicitó la hospitalidad de los pastores. Ellos crueles, le negaron el asilo. Más aún, azuzaron sus perros contra él con inhumana perversidad. El mendigo –que algunos sugieren que sea el mismo Jesucristo- maldijo a sus pastores y ganados. Al instante quedaron convertidos en piedra y hasta los mismos pastos se transformaron en heleros inhabitables.
Solamente una pastora bondadosa se salvó de la catástrofe. Pero lo cierto es que, en muchas noches gélidas de invierno, desde el refugio de la Renclusa, se escuchan los aullidos espeluznantes de las víctimas. Y no es difícil descubrir los rostros de los pastores desfigurados por un rictus de terror y petrificados entre los recovecos de la montaña. 
El año 1725, Fracesc Sauci, alcalde del pueblecico francés de Esterri, después de una expedición informativa, aseguraba haber visto en diferentes lugares de los montes Malditos, un rebaño de más de siete mil cabezas, todas ellas convertidas en piedras.
Muchos aseguran que entre los pastores había una pastora, la pequeña Annette, a la que llamaron Néthou, que también quedó convertida en bloque de hielo con todo su rebaño. Y Néthou siguen llamando los franceses aún en día al pico de Aneto.
También es verdad que muchos montañeros han recorrido ya todos los vericuetos del macizo, sin que quede ningún paso sin pisar, venciendo así su maldición.
Por lo demás, que Maladeta signifique “maldita” podrá ser en catalán, pero desde luego no en aragonés. En el pueblecico de Aneto llaman al pico Mala-hita y el término “mala”, variante de “malla” o “mallo”, significa “montaña rocosa o mole de piedra” y la terminación “eta”, tan abundante en nuestro idioma, es lugar muy abundante en algo.
Habría que ir deshaciendo errores poco a poco. Tampoco el paso de Mahoma tiene nada que ver con las invasiones agarenas, que nunca llegaron a la bal de Benás. Ni tampoco es que Mahoma viniera a la montaña ya que la montaña no iba a él, como cuenta el milagro del Corán. Su nombre, es más poetíco. Un exoficiál ruso, Platón de Chijachef, en junio de 1842, junto con Franqueville, fueron los primeros en cruzar esa arista entre dos abismos. La arista le evocó a Franqueville, ese puente del más allá que en la tradición islámica se presenta como más fino que un cabello y más afilado que un sable y que las almas deben esforzarse en atravesar el día del juicio final para alcanzar el paraíso de Mahoma.
Nada tiene, por tanto, de maldito el maravilloso nudo montañero. Uno de los más entusiastas pirineístas Russel, que estaba prendado del Aneto, hasta llegó a pensar y lo intento, comprar todo el macizo de la Maladeta.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Noche de difuntos. El cementerio

Este año he vuelto al cementerio de mi pueblo. Llevo unas flores para mis abuelos y otros familiares.
Llevo también la nostalgia de tiempos ya muy lejanos ahítos de recuerdos. La visita de cualquier camposanto es un revulsivo, un aldabonazo a lo más profundo de nuestros sentimientos y nuestra conciencia. Pero éste, el de mi pueblo, es especial para mí, porque en él tuve mi primer encuentro con la muerte.
Desde la salida del pueblo ya se le ve allá abajo, con sus tres cipreses apuntando sus saetas al cielo en este atardecer de otoño, por encima de su tosco tapial de piedra de poco más de dos metros de altura. Es pequeño. Cuando yo era crío era mucho más grande. O así me lo parece. Pero me pasa siempre lo mismo con la plaza, la iglesia, la escuela… Abro la cancela de hierro sujeta con un trozo de cuerda anudado a su cerradura cuya llave sin duda se perdió y entro. Está bien cuidado en conjunto, aunque muchas de sus cruces perdieron su verticalidad y parecen querer acostarse igual que los muertos que cobijan. Aquí y allá ramos de flores que algunos han adelantado para el día de Todos los Santos.
Las tumbas están todas orientadas al norte, hacia Monte Perdido.
Como el pueblo cae al suroeste le están dando la espalda para que no les apetezca volver a él y molestar a los vivos.
Camino despacio entre las cruces, leyendo las inscripciones, muchas de ellas con la fotografía sepia del difunto. Los apellidos se repiten una y otra vez como corresponde a un pueblo pequeño, encerrado en la endogamia y en el que tarde o temprano todos acaban siendo parientes de todos.
Enfrente a la entrada, una casucha destartalada y sucia, sin puertas, medio en ruinas, en donde debió estar “la piedra”, el lugar de espera de los cadáveres que por alguna razón no se podían enterrar todavía. Aún guarda la caseta unas desvencijadas parihuelas de entierros muy remotos.
Casi juntos, los tres cipreses. Serios. Austeros. ¿Por qué tres? En todos los cementerios de esta comarca son siempre tres. La magia del número. Están repletos de frutos, piñas orriones. Dicen que los cipreses producen tantas bolitas como muertos tienen enterrados a sus píes.
Entre las cruces encuentro la de mi abuelo. Es de hierro y ostenta una placa metálica aporcelanada, sin fotografía. El nombre escueto, la edad y la fecha del fallecimiento.
Y allí, ante la tumba del abuelo, la imaginación vuela a aquella mañana del entierro. El paso cansino de los hombres que llevan el féretro. Los familiares detrás, con los ojos ya secos y resignados. Con el cierzo de frente (“El cierzo y la contribución, la perdición de Aragón”). Detrás, los amigos en silencio. Más atrás “la gente”, que comenta el estado del campo o las fiestas del pueblo vecino. O la comida de entierro que dará la familia. Cumplen a desgana un deber cívico que impone la tradición, y acompañan al difunto y su familia.
En muchos lugares todo el pueblo iba al cementerio acompañando el cadáver (Aineto, Sallent, Angüés, Saravillo, Burgasé, Salas Altas)…
Los que querían (y dependía de muchas circunstancias) (Chimillas, Bolea, Montoro, Calaceite)…
Los familiares y las amistades (Ansó, Sabiñánigo).
Los familiares y la Cofradía (La Fueva).
Delante iba la caja y la llevaban los amigos en muchos lugares. (Huesca, Almudévar, Santa Engracia de Loarre…)
Cuando asistía el cura, el orden era: cruz, clero, féretro, parientes, pueblo (Biscarrués, Estadilla).
En Castillazuelo, en cambio, el orden era: féretro, cura, duelo.
En Albelda el cura hacía una parte del recorrido. En un lugar concreto, paraba el cortejo, se rezaba un responso y el clero se despedía.
Detrás del féretro solía ir la familia (Chimillas, Aineto, Quinzano, Bolea…)
A continuación, en la mayoría de los pueblos iban los hombres y detrás las mujeres.
En Binéfar, si era difunto iban los hombres delante; si era difunta, las mujeres.
En Gistain, después del entierro –al que asistían los cofrades con capa negra- los familiares daban doce vueltas alrededor de la iglesia. En la puerta estaba el mosen y, al pasar por delante de él, le besaban la estola cada vez.
 
La llegada. El sepulturero apoyado en la pala clavada en tierra. Luego, con la soga y por alguien, descuelga el féretro en el hoyo y recupera con movimientos precisos la soga.
Un silencio reseco. La primera paletada de tierra. El sollozo de la abuela ahogando sus únicas palabras temblorosas que no llegan a entenderse.
La emoción que sube pecho arriba y se anuda en la garganta. Lágrimas sin estridencia.
La abuela coge un puñado de tierra, lo besa y lo echa al hondón, sobre la caja. Todos vamos haciendo lo mismo.
Luego el enterrador con la pala va echando más tierra.
Todavía se ve un trozo del féretro. Luego, sólo tierra.
A los ojos de todos, la tierra que va tomando altura. Y ya, nada. El cierzo que sigue soplando. Mi madre y mi tía que cogen del brazo a la abuela. El mosen del pueblo (los otros no han venido) que reza el último responso y trata de consolarnos con unas palabras indecisas que no acaban de encontrar el tono. Es mejor el silencio.
La gente que se desperdiga por el cementerio en busca de nombres queridos. Las pisadas crujientes sobre la tierra y la gravilla. Las campanas de la torre también han callado. Cada uno vuelve a solas con sus pensamientos. Otros vuelven a sus comentarios indiferentes de antes. La vida sigue.