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ZARAGOZA, ARAGÓN, Spain
Creigo en Aragón ye Nazión

sábado, 31 de mayo de 2014

La mazada

Una de las características más notables de nuestro humor aragonés es la agudeza, la rapidez de réplica que a veces es tan rauda y definitiva que da la impresión de no ser improvisada, de haber sido madurada durante horas para soltarla en el momento oportuno. Aunque, claro está, no es así: la rapidez de ingenio del que la suelta es la única responsable.
Y recuerdo a nuestro Marcos Zapata. De él se cuenta que en un examen en Zaragoza confundía todas las preguntas, hasta que el profesor, harto ya de tantas burradas y con bastante malhumor, le recriminó:
-Señor Zapata, usted da una en el clavo y tres en la herradura.
A lo que contesta Zapata:
- ¡Si se estuviera usted quieto!
Aquí la llamamos “mazada”. Es la salida ocurrente, la réplica sin respuesta que da un golpetazo como si pegara con una maza, con el “agüelo” que es el martillo que se emplea en la fragua y que en Almudevar llaman gráficamente “o degüello” que sugiere el golpe sin apelación posible.
En todo Aragón abundan las mazadas y habría que estar siempre con el boli en la mano o tener una grabadora en la cabeza para irlas recogiendo conforme salen espontáneas de nuestras gentes.
 Aunque mazadas buenas, en sentido literal, debieron ser las de Fraga. Cuando vayáis a la Medina Fraga de los moros, “la sultana del Cinca” como se gustaba llamar en tiempos, id al Ayuntamiento y admirar “la Maza” que sigue guardándose allí.
 
Ni se sabe el origen, sin duda unido al famoso puente de madera de veinte arcos, anterior a la pasarela colgante que construyeron en 1845. Era una lucha continua entre el Cinca y el puente de madera, y cada vez que una avenida arrancaba la estacada, cosa que sucedía con demasiada frecuencia, venía la Maza a poner las paces amistosamente. Con maderos, a manera de carriles, dirigían todo el peso inmenso de la Maza hacia cada una de las pilastras vacilonas a las que clavaba instantáneamente de un solo golpe.
¿Vendrá de ahí el vocablo “mazada” que decíamos antes? Pues tampoco lo sé, pero contaríamos muchas mazadas aragonesas, todas auténticas, aunque la gente se haya empeñado en hacerlas  circular como chiste.
Cuando a Rosico de Biscarrués le ponían una sardina en solitario en el plato para cenar, preguntaba:
-Caramba ¿toda ye pa mí?
O aquella mujereta de Bielsa, cuando le decía su hija:
-Mamá, mira: el zapater del nino: m´ha salito en la olla lo forinato.
Ella respondía:
-Rechira, rechira, filla: mira si sale l´altro.
Como aquel crier de Almudevar que al llegar un lunes a la escuela comentaba:
-Lunes otra vez…¡Menuda ringla e días!
Con frecuencia el humor infantil tiene hasta su valor filológico. Es curioso que nuestros chavales hasta ayer, espontáneamente charraban aragonés antes de aprender castellano, al menos en una gran cantidad de construcciones. El niño tiende a decir “me se cayó”, buscando la sintaxis de la fabla. Un maestro de mi infancia nos inculcaba así la construcción castellana correcta: No “mese”, sino “seme”, o sea la semana antes que el mes.
Recuerdo otra anécdota: Un maestro, al preguntar a un chaval el motivo de haber faltado a clase el día anterior, le contestaba el crío:
-Es que plebeba…
-Mira no lo has dicho mal, pero eso es aragonés. ¿Cómo se dice en castellano?
-¡Ay sí!...Es que lloveba…
A veces la definición en el lenguaje infantil es exacta, contundente, una mazada, aunque nos haga sonreír. Un chiquillo hace ya muchos años, al ver cruzar el cielo un avión supersónico, le comentaba a la maestra:
-Señorita, acaba de pasar un avión d´os que dejan o ruido atrás.
Otras veces no existe tal gracia, si no es en el ánimo paterno o materno, que queda prendado de la precocidad de su retoño, como en el caso de un vecino que tenía en el pueblo, que comentaba en medio de un corro de gente la inteligencia inusitada de su hijo, que tenía nada menos que dieciséis años:
-¡Qué advertencias tiene este fillo mío, que ya sabe llevar o burro d´o ramal!


jueves, 15 de mayo de 2014

Chuegos “Juegos”

Cuando recuerdas tu infancia, sueles acompañarla de los lugares transitados en esos primeros años. Cuando uno regresa al lugar donde empezó su vida, reconoce las piedras, los árboles, la plaza, las calles, el barranco, la fuente, el río, el pozo, el abrevadero… todos esos lugares eran donde corrimos y jugamos en aquellos años infantiles. No pueden decir lo mismo otros que cuando llegan a sus raíces, encuentran solo agua. Un pantano se llevó todos sus recuerdos.
Nadie tiene derecho de borrar la historia de una sola persona por hacer una presa. Pero esto es otro tema. Estoy hablando de juegos.
Los paisajes de tu lugar, son disparadores de la imaginación, y a la vez reafirmadores de una identidad, la de la infancia, que suele acompañar a uno durante toda su vida.
Cuando hoy a un pequeño le pretendes enseñar cualquier juego de los que nosotros empleábamos, te pregunta donde esta el mando a distancia para realizarlo. Para jugar no hacen falta tantas cosas. Solo imaginación. Y esta si que la practicábamos.
El reino vegetal, silencioso pero vivo, ofrecía a nuestros ojos infantiles, grandes posibilidades de diversión.
La trepa de los árboles era una actividad que realizábamos con frecuencia, haciendo competiciones para ver quien era capaz de subir  a los árboles más altos o a aquellos que ofrecían más dificultad por tener el tronco liso o por tener las primeras ramas muy altas.
Por supuesto, que si se trataba de árboles frutales, nuestra capacidad de ascensión y la velocidad con que lo hacíamos, aumentaba considerablemente. Por las noches, y en el tiempo que maduraba la fruta, solíamos realizar frecuentes visitas a los huertos en los que sabíamos que había material de alimento para darnos respetables atracones de cerezas, ciruelas, claudias, melocotones… No menos cierto que algunas de estas excursiones nocturnas, terminaban con algún mediano cólico o una buena diarrea.
Las flores, hierbas y frutos fueron siempre compañeros callados de juego. La llegada de la primavera era siempre un acontecimiento notable por la transformación que sufría el entorno natural que nos rodeaba.
Con las margaritas jugábamos a deshojarlas en un interminable “sí” o “no”, para ver si nos quería la niña de nuestros sueños. Recuerdo a Izarbe lo pesada que se ponía conmigo con deshojar margaritas. A mí era una niña que me resultaba empalagosa. Y además, si siempre le salía “no”…
Con los capullos de “ababols” (amapolas), que cuando abundaban en un campo no auguraban una buena cosecha, jugábamos a “flaire u monja”. Cuando la flor se hallaba todavía encerrada en las hojas verdes del cáliz, era de color blanco o levemente rosado o bien royo, según el estado de crecimiento en que se encontrase. Cogíamos uno de los capullos y preguntábamos a un compañero:
-¿Flaire u monja? El interrogado debía responder una cosa o la otra. A continuación, se procedía a abrir el capullo. Si salía blanco o rosa, la respuesta era monja. Si salía royo, flaire.
A los frutos del rosal silvestre, les llamábamos “tapaculos”. Teníamos prohibido comerlos, pues su nombre ya sugería, que si los ingeríamos, ya no podríamos defecar más y eso eran palabras mayores. Creo que respetábamos a raja tabla la prohibición. Los utilizábamos como cebo en algunas trampas para pájaros y para extraer la pelusilla interior y ponerla en la espalda de algún amiguico para que le picara un rato. ¡Siempre con buenas ideas!
"Tapaculos"
 
Uno recuerda una planta, cuya flor, tiene un cáliz muy desarrollado del que salen los pétalos blancos. Arrancábamos dicha flor y tomada por la base, la golpeábamos contra el reverso de nuestra mano, produciendo un pequeño estallido. Era por ese ruido por el que las llamábamos “tirapedos”.
En primavera también, nos comíamos los pétalos de las acacias. Era lo que llamábamos “el pan de los pobres”.
Las chordigas (ortigas) producían un fuerte escozor en aquella parte del cuerpo con la que entraban en contacto, debido a sus pelillos irritantes. En ocasiones, rozaban nuestras desnudas piernas involuntariamente y no parábamos de rascarnos. En otras, se las pasábamos suavemente por los brazos y piernas a algún compañero descuidado y en muchas ocasiones encorríamos a las zagalas con un manullo de chordigas.
Con la cebadilla silvestre (las espiguetas), jugábamos a meterlas por debajo de la manga de nuestras camisas y jerséis para luego ir frotando suavemente y comprobar cómo iban ascendiendo brazo arriba. También las utilizábamos para lanzarlas contra otros, con el fin de que se quedaran agarradas en el jersei, en el pelo… Alguno, buscando el más difícil todavía, se las llegaba a poner en la boca y a punto de ahogarse, pues la espigueta  ascendía con rapidez hacia la garganta.
Otra de nuestras aficiones era la de tirarnos “cachorros” (en castellano se llaman lampazo o bardana) unos contra otros. Primero nos aprovisionábamos bien en las cacharreras que crecían en márgenes de huertos, eras… para, a continuación, establecer batallas de todos contra todos, lanzando “cachorros” a la ropa o a la cabeza. De la ropa aún se podían sacar con paciencia, pero del pelo era más complicado y más de uno tenía que tirar de tijera para conseguirlo.
Como podéis ver, no necesitábamos ingenios electrónicos para divertirnos.


sábado, 3 de mayo de 2014

Últimos de abril y principios de mayo… La fertilidad del “Mallo”

 
El culto naturalista a los espíritus de los árboles existía por todas las aldeas aragonesas. Hoy solo se celebra en algunos pueblos y aldeas y cada vez menos al desaparecer los quintos y con ellos los sacerdotes encargados de rendir el culto al árbol.
La colocación del mallo o mayo en la plaza del pueblo, muchos tenemos la creencia de que es solo en estas fechas, a primeros de Mayo, con la fiesta de la Santa Cruz.
Nos remontamos a épocas pasadas de nuestro Aragón y encontramos otras fechas también. En estos festivales agrícolas (esto es lo que eran), se honraba la fertilidad. De ahí que los rituales fueran obra del mocerío.
El mallo en los ritos aragoneses, se entendía como la colocación de un tótem alegórico de la prosperidad comunal y así lo interpretaba el sentir popular, cuya sabiduría no era nada superficial.
Por la “Plana de Huesca” erigían el mallo en la plaza de la aldea y lo hacían la brispa –víspera- de Pascua Florida y constituía un rito de jolgorio y masivo.
En Nocito, era el 29 de Abril, fiesta de San Pedro, la colocación del mallo. El mallo lo alzaban en la entrada de la ermita de San Pedro y se trigaba –escogía- en el barranco de la Pillera. Los mozos escogían el más repincháu –alto- y hasta donde podían entrar los mulos lo resacaban a güembros, es decir en los hombros.
En Triste los mozos talaban el mallo por Pascua florida, escogiendo el ejemplar más hermoso. En este caso si los mozos no podían trasladarlo a causa de su corpulencia, aceptaban la ayuda de los hombres casados. Esto es muy raro que ocurriera y solo lo conozco de este pueblo. También raro y solo conocido por mí, aquí, era coronarlo con una palangeta –prolongación artificial- de la que hacían pender naranjas y otros objetos de regalo. Como en muchos pueblos de nuestra tierra al mallo lo enjabonaban para hacerlo mas inaccesible.
Pero por el resto de Aragón la colocación del mallo se hacia el día de la Santa Cruz.
 
En la mayoría de nuestro territorio, se procuraban un pino altivo y existía la costumbre inmemorial de que este tronco fuera robado en una propiedad particular.
Desconozco los principios de este requisito, siendo común a muchas aldeas. A veces se hurtaba de algún vecino que se había mostrado remiso en la participación de los ritos o cicatero en la aportación de medios y dinero para sufragar los festejos.
Iban a las pardinas y alquerías del contorno y amparados en el sigilo de la noche hurtaban un tronco que trasladaban a la aldea y en la mañana todo el vecindario admiraba el vigoroso emblema fálico. Estamos hablando de rito de la naturaleza y que es la juventud el sacerdote de él, que se hace para fertilizar la naturaleza tanto vegetal como animal.
Si en la resaca del árbol aparecía el forestal o se mostraba indagatorio o pertinaz en saber los causantes del hurto, se le contestaba evasiva y procazmente… ¡marcha a mirártelo!... ¡al que mucho quiere saber mierda se le da a entender! El mallo permanecía erguido un tiempo indefinido.
En otros sitios era el primero de Mayo cuando los mozos iban a buscar las potencias fecundantes de la vegetación. Era costumbre que el árbol –mayo- apareciera plantado en el sitio escogido por tradición, sin que el resto del vecindario hubiera sospechado lo más mínimo. Para eso los mozos obraban con el mayor sigilo. Yo he escuchado muchas veces cuando me contaban estas cosas una frase clara: “De noches los mozos se reunían sin rechistar”. En ocasiones los mozos trasladaban ejemplares de más de trescientos kilos y para erguirlos se ayudaban de ramales. El mallo lo mantenían todo el mes de mayo y el último día debía desaparecer sin dejar rastro. Era troceado y cada mozo se llevaba un fragmento para su casa. La idea de compartir el árbol abona la creencia de la espiritualidad del rito y el símbolo de la fertilidad.